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5 de julio de 2010

Con ojos de turista, visita a Tepoztlán

Alfredo Gabriel Páramo



Pick ups, SUVs, autos familiares, deportivos, cargueros... la fila avanza a unos 30 kilómetros por hora --70 u 80 menos de los que acostumbran los turistas en esta carretera sinuosa que especifica 50 kilómetros de hora como velocidad máxima. La hilera tras el tráiler se impacienta, los conductores encienden la luces, defensean. “¡Pinches chilangos, qué prisa tienen!” pienso desde mi auto con placas de Morelos, una rareza entre tanta matrícula defeña y mexiquense.

Sin embargo, puede que la molestia sea explicable. La hilera se forma apenas entrando en el tramo de cuota de una carretera de 14 kilómetros hasta el entronque con la carretera Cuernavaca-México o con la desviación a Tepoztlán. Curva tras curva, de subida y de bajada, mientras se circula por un bosque de pinos, siempre con el sol en la cara no son lo mejor para un ánimo festivo o relajado.

Por fin, un carguero se pega a la derecha y nos avisa que es posible rebasar. De todas maneras, hay que hacerlo con cuidado. Hace un par de años, en esta misma carretera, estuve a punto de chocar de frente contra un tráiler por hacerle caso a indicaciones como las de ahora. Pero parece que en esta ocasión sí son legítimas y media docena de vehículos logramos pasar los estorbos. Por el retrovisor veo al conductor de la SUV que me ha venido defenseando y aventando las luces los últimos cuatro kilómetros. No alcanzó a pasar, peor para su karma chilanga.

Aparecen los anuncios de “Pueblo Mágico”, esa cursi denominación que la sentenciada Secretaría de Turismo les endilgó a algunas poblaciones de la República y que define como: “una localidad que tiene atributos simbólicos, leyendas, historia, hechos trascendentes, cotidianidad, en fin MAGIA que emana en cada una de sus manifestaciones socio - culturales, y que significan hoy día una gran oportunidad para el aprovechamiento turístico” (respetamos la redacción de la Sectur).

Tenemos que llegar al centro. El tiempo ha erosionado mi conocimiento del lugar y tenemos que pedir señas. Los ojos oscuros, recelosos; la actitud desconfiada, entre displicente y francamente hosca que se ve en las casi centenarias fotos de los zapatistas en la capital, se regala abiertamente al chilango aquí y en otros pueblos del estado. El “¿cómo llego a...?” se recibe, pero la respuesta siempre tiene un dejo acerado, amargo. Bueno, a veces, esa sensación se esfuma cuando la voz de quien pregunta tiene ese sutilísimo acento que lo diferencia del chilango, más en el ritmo que en el tono; cuando emplea los giros idiomáticos (don/doña, oiga, pues...) que caracterizan el habla del centro-sur morelense. Y las indicaciones son mucho más precisas, eso es innegable.

Lo mismo el taxista que la señora a la puerta de su casa e, incluso, el chamaco al volante de su pick up Ford ilegal, y que habla con el acento angelino que les queda a muchos migrantes, son amables ante quien intuyen paisano y dan señas precisas, concretas, para llegar al destino. Atrás de nosotros, desde otro auto, con otra actitud, unas personas exigen señas. Nos los encontraremos un par de horas después, furiosos, porque “los pinches indios de este pueblo ni siquiera son capaces de decirte cómo llegar a ningún lado”. Ah, qué los chilangos, tan generosos, amables y serviciales en su casa, y tan patanes, salvajes y colonialistas en la ajena.

Hace 20 años venía muy seguido a Tepoztlán. Hace 20 años los problemas eran la falta de drenaje, la escasez de agua potable, el poco desarrollo agrícola, las malas vías de comunicación, las ideas faraónicas de los gobernantes y el turismo intensivo de fin de semana... ahora, los problemas son exactamente los mismos. Nada ha cambiado. Quizá haya un poco más de casas suntuosas, por supuesto, de fuereños; seguramente hay más restaurantes, pero el morelense nativo no gana gran cosa de eso, ni de las excursiones al Tepozteco. Se queda con las migajas de un modelo económico obtuso.

* * *

¿Acaso la magia residirá en que la caca local y de los turistas permanezca contaminando mantos freáticos? ¿En que la única opción de mejora real para muchos de sus habitantes sea emigrar, en el mejor de los casos, a las zonas industriales de Cuernavaca o el DF, o en el peor, a Estados Unidos? ¿La magia está en casas impresionantes, con alberca y caballerizas, al lado de casuchas en las que niños, pollos, perros, adultos y en ocasiones, algún cerdo, conviven? Quién sabe.

Para llegar al restaurante recorremos la calle principal, que lleva al Tepozteco que se yergue como posando para las cámaras, con nubes hasta más abajo de la mitad de su altura. En la calle, que parece una puesta en escena de Coyoacán, se ofrecen sombreros, camisetas de Pancho Villa, Zapata o Harley Davison, juguetes, esa ropa parecida a la que usan en la provincia India de Rajastán y que nosotros hemos aprendido a denominar “hindú”, tatuajes de hena, horóscopos mayas (que, suponemos, no han de ser muy populares ahora que nos informaron que el mundo acabará en un par de años), comida sana y muchos, muchos restaurantes, desde poco más que puestos donde las micheladas (acá son cerveza con mucho chile piquín, salsa, limón y sal) son el plato fuerte, hasta restaurantes argentinos, vegetarianos y mexicanos.

Comemos en Los Colorines la tradicional comida mexicana versión Sanborn's y luego salimos a la calle. No me puedo tranquilizar. Sigo pensando en por qué las autoridades creen que la magia está en la inmovilidad y el subdesarrollo, por qué nos aferramos como sociedad a la imagen de un turismo servil, indigno, con puestas en escena, por qué somos tan, pero tan postmodernos.

A la pequeña Valentina, con sus 15 meses, no le molestan ninguna de esas cosas. Ella se impacta con una serpiente de trapo azul y nos mira con sus ojitos brillantes. La vendedora se da cuenta que tiene una venta hecha y, magnánima, nos rebaja 10 pesos. Valentina abraza su serpiente y tira el avión de madera laqueada que tenía en la mano y que le habían comprado poco antes.

Caminando por el empedrado, que según algunos lugareños lo pusieron nomás porque así los chilangos sienten que están en la verdadera provincia, llegamos al mercado, en el centro de Tepoztlán. También allí las cosas están puestas para el gusto de los visitantes, con mucho copal y toda la parafernalia del pueblo mágico. Casi no se venden verduras, frutas, canastas ni objetos de plástico, como en cualquier mercado normal, pero sí, una vez más: camisetas, pulseras, palos de agua (típica artesanía mexicana originada en Australia) y dudosas piezas prehispánicas.

Junto al kiosko, unos payasitos astrosos empiezan su rutina, más allá unos jóvenes cantan sones típicos acompañados de guitarra y la pequeña Valentina corre con sus juguetes. Ella es feliz y no escucha, no entiende y no le importan los improperios y sandeces que un grupo de adolescentes tardíos con suficiente alcohol en sus organismos como para intoxicarlos gritan para contar sus aventuras sexuales y de drogas con el que hicieron que este fin de semana valiera la pena y les hiciera olvidar el agobio del metro o la inseguridad de las calles capitalinas.

Recogemos el auto, pedimos instrucciones para salir “no a México, sino con rumbo a Yautepec” y nos las brindan con extrañeza, pero perfectas. Comentamos del viaje y quedamos, que la próxima vez, mejor iremos a Tlayacapan, donde aunque no sea oficialmente mágico, si existe la magia.


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